En una ocasión mi profesor de literatura del instituto me enseñó los derechos básicos del lector. De entre todos, hay tres que nunca llegué a olvidar: derecho a leerlo todo, derecho a no leer nada y derecho a releer. A decir verdad poco me importaban a mí aquellos libros de Hesse, Wilde, Orwell... Pero aquel tercer derecho (derecho a releer) a la larga me llevó a afrontar mis errores y descubrir que mi pasado estaba muerto y, aunque seguía envenenándome, ya no iba a volver. En adelante solo me importarían los pasos que me llevasen a encontrarme a mi mismo. Quisiera o no, mis pasos eran los mismos que los de Emil Sinclair.
Demian estaba llamando, de nuevo, a la puerta.
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